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ARENA

Spaniola


ARENA



Se me hacía tarde. La carretera se retorcía y culebreaba por aquellos montes de piedra agreste sin un destino perceptible y yo me empezaba a temer lo peor; aquel campesino de la mula blanca, sin embargo, me había parecido de confianza: no había dudado un instante para señalar el camino a seguir desde el cruce de Cásmaras. Claro que eso me pasaba por no agenciarme un mapa en condiciones; porque ella había dicho Turre, eso seguro; aunque su voz sonara distante me llegó limpia, y ella dijo: "Turre". Pero por allí no aparecía ni un cortijo, ni siquiera un refugio de pastores. Nada. Y claro, en el cruce, sin señalización, sin un maldito letrero, tuve que preguntar al primer idiota que se me presentaba...

Cuando asomaron tras una curva las fachadas blanquísimas del pueblo suspiré tranquilo e introduje en la guantera las gafas de sol. Porque aquel era el pueblo, aquel tenía que ser.

. . . . . . . . . .

Josefina tenía el mirar verdeazulado, las sienes suaves y un andar noctámbulo de recatada belleza. Los años de estudiante habían transcurrido deprisa, sin intervalos distinguibles. Todos me parecen ahora semejantes y se me figuran envueltos en una larga y única pereza de domingo. Los días de clase se confunden también en la memoria, al tiempo que evoco sin orden ni estructura precisa varias sensaciones corporales y algunas debilidades del alma muy recurrentes: la incertidumbre ante el examen que se avecinaba, o el entumecimiento doloroso de piernas y cuello... Pero sobre todas las cosas, aquella espesura en las entrañas que se extendía de cuando en cuando desde la nuca a los párpados y se tornaba oscuridad repentina; una cabezada brusca devolvía entonces mi a 22422t1921w tención a la verborrea del catedrático de turno.

Josefina congeniaba con escasos compañeros; eludía la conversación y el saludo cuando le era posible, siempre ajena a los intereses y las preocupaciones comunes. Ella nunca participó en aquellas improvisadas tertulias juveniles durante las cuales relatábamos enternecidos, entre clase y clase, las peripecias y trastadas de la infancia; salvajadas y chismes de diverso calibre que nos venían a demostrar el trasiego incontenible de los meses y los años; episodios ya superados, más lejanos a cada momento y más requeridos también por la nostalgia.

Ella no; a lo sumo, permanecía prudentemente instalada a pocos pasos: cerca, pero evitando el llamar la atención; presente pero muda, imperturbable.

Y sin embargo, en contadas ocasiones, provocaba el general asombro al soltar una carcajada de farsante, al aventurar una proposición precipitada o expresar una atrevida opinión a media voz. Había incluso tardes durante las cuales se derretía en una sonrisa continua y palabreaba sin freno. Su errática actitud, que en otros despertaba un interés comprensible, se fue tornando perniciosa obsesión en mi caso.

. . . . . . . . . .

Una señal oxidada y brutalmente retorcida señala el camino hacia el cielo. Turre ha aparecido al fin tras una prolongada curva. Es el típico villoRrio repleto de vejetes renqueantes; casa encaladas muy juntas, como un rebaño cuyos miembros se protegen mutamente; casas blancas de ventanas en penumbra, como dados colosales de un juego inconcluso, absurdo...

. . . . . . . . . .

Entonces me sobrevino la indecisión propia de estos casos: ¿qué hacía yo fastidiándole la tarde a una amiga de la facultad veinte años después? ¿Y qué nos íbamos a contar? Los dos más feos, más arrugados. Y más gordos. Pensé que sería prudente regresar y disculparme por teléfono, no tener que contemplarla en un estado posiblemente lamentable, a lo peor con una verruga en la mejilla otrora tersa o luciendo sin rubor una dentadura ennegrecida, ¿quién sabe? El tiempo no pasa en balde.

Pero no regresé.

Dios sabrá qué papeles andaba yo clasificando y removiendo aquel viernes por la tarde; siempre he desconfiado de la tarde de los viernes porque con el fin de semana por delante le asaltan a uno las ganas de perder el tiempo y es casi imposible sustraerse a ellas. Fue en los bajos del mueble del salón; los apuntes de clase dormitaban semienterrados entre fajos de recibos y facturas. Repasé amorosamente las hojas y entre ellas me llamó la atención una en la que figuraba una vista parcial del Partenón obtenida a partir de tres o cuatro trazos descuidados; más abajo, unos datos sobre su construcción y enormidad; en el margen izquierdo, garabateado con urgencia y desorden, "JOSEFINA 27 26 66".

Una alegría arrogante iluminaba su rostro cuando me confesó que no iba a continuar los estudios, que estaba harta, que se iba a trabajar fuera.

"Tú verás lo que haces". "Yo hago lo que creo que debo hacer, o sea, ganarme la vida y dejar de hacer el panoli aquí todos los días". "Por lo menos podías terminar este curso". "No, me voy ya, lo he decidido, de verdad". "Te han ofrecido empleo, ¿no?". "Qué va, me lo busco yo". "¿Dónde?". "Ah, no sé, cuanto más lejos mejor". "¿Te volveremos a ver por aquí o qué?". "No creo". Incómodo silencio. "Bueno, pues encantado de haberte conocido, ¿eh?". Me acerqué a ella; le estreché la mano. "No seas tonto, te llamaré". "Sí, ya".

Y se marchó.

Finalicé la carrera, hice la mili y me dispuse a afrontar sin ilusión el resto de mis días. Josefina desapareció del universo de mis recuerdos, dejó de protagonizar pesadillas y sueños extravagantes. No me sobraba el tiempo: fueron espantosos meses de acelerada elaboración de currículos, de citaciones y entrevistas varias, días de intesa amargura porque no lograba ser aceptado en ningún puesto.

Hasta que me hicieron sitio en el gabinete de prensa del Ministerio del Portavoz; allí transcurre mi vida, veintitantos años ya. Definitivamente -y de que modo más estúpido se da uno cuenta- se me ha desvanecido la juventud en el entramado insulso de la mediocridad más cotidiana.

En estas circunstancias, el súbito vértigo que suscitaron aquellas cifras en mi maltratada imaginación es del todo comprensible. No me había topado casualmente con unos apuntes de historia antigua, no; había encontrado una salida, una excusa perfecta para liberarme de la atonía que se estaba fortaleciendo diariamente en torno a mis repugnantes ocupaciones. De nada había servido condenar al cubo de basura, años atrás, las agendas, las postales, compendios variopintos de direcciones y firmas dedicadas.

Y ahora me puedo deslizar hacia el pasado, cinco o seis días después de la breve despedida. Estoy telefoneando a los padres de ella y enseguida me percato de la mal disimulada preocupación que embarga a la madre, Antonia creo que se llamaba, porque la muy inconsciente de su hija se ha largado la noche anterior de madrugada, sin dar explicaciones ni dejar indicación alguna. Muy a su estilo.

"Sólo nos dijo, antes de acostarse, que estaba pensando en irse al Norte". "Parece mentira... ¿Y no dejó seña ninguna?". "No". Frustración. "Bueno sí, sí, ay qué despiste tengo encima". "¿Sí?". Esperanza. "Un numero para que la llamáramos, pero no contesta nadie". "Vaya por Dios". "¿No te comentó ella algo a ti?". "No, no me dijo nada más que se iba". "Mira, a ver si pruebas tú, es el...". "Espere, espere un momento". Arrítmico resuello. "¿Oye?" "Sí, ya está". "Lo apuntas, ¿no? Es el 2726...66".

Anoté el número con fruición y desasosiego en el primer folio que hallé a mano, unos apuntes sobre los templos griegos...

Sin embargo, olvidaría con el tiempo la existencia siquiera de la posibilidad de contactar con ella; simplemente relegué los apuntes al montón embarullado de trabajos, redacciones y demás reliquias estudiantiles que iba depositando al final de cada curso en los cajones carcomidos de mi dormitorio residencial. Cuando me mudé al apartamento aquella turba de hojarasca fue a parar al grotesco mueble del salón. Y allí quedó sepultada Josefina, la de senos acendrados y movimientos precisos.

El sábado por la mañana marqué por fin el 272666 y esperé. Los ensueños por los que Josefina vagaba a sus anchas habían retornado aquella madrugada en duermevela; yo me había levantado ojeroso, pero eufórico. Seis, siete, ocho, nueve llamadas... Nada. Colgué menos contrariado que aturdido. A lo largo de muchas horas fui anteponiendo prefijos de provincia al número. A las siete y media de la tarde mi insistencia fue recompensada con el éxito: el maravilloso aparatejo transportó desde Zamora su voz glacial y adulta. Se limitó a indicarme la ruta a seguir, luego hablaríamos con más detenimiento. Al dejar la carretera tenía que seguir por la calle principal hasta que llegase a la plaza del Ayuntamiento; una vez allí...

. . . . . . . . . .

... Giré hacia la derecha y ascendí por una tortuosa callejuela empinada; detuve el coche y golpeé con los nudillos un portón de remaches dorados y madera negra.

Ella me abrió y me besó de inmediato en las mejillas, mecánicamente. Yo hice lo propio. En el interior, una mísera hoguera trataba de escapar ansiosamente por el cañón de la chimenea, vencida por el empuje de un frío ceniciento que penetraba por doquier y traía efluvios de yerba mojada y barro fértil.

"Al fin te has decidido. Yo decía: éste se ha olvidado de mí". "Pues gracias a que llamé a tus padres, si no..." "¿A mis padres?". "Sí. No les dejaste el prefijo de Zamora, se encontraban muy alterados y seguro que ni se dieron cuenta de que el problema estaba en descubrir el prefijo. En todo caso, ellos pensaban que te habías ido al Norte. Pero de esto hace ya la tira de años...". "Y tanto. Creo que ya han muerto". "¿Quién te lo dijo?". "Nadie, sólo creo que han muerto, no estoy segura... ¿Tú lo sabes?". "No". "Mejor, mucho mejor. Porque no quiero saberlo. Es mejor seguir dudando". La oscuridad. El frío. "Pero cuéntame cómo te ha ido". "Pues nada, me colocaron en el Ministerio del Portavoz...".

Qué cruel, qué desgarradamente absorta en la indiferencia. Su deliberado hastío se aliaba con las tinieblas de la estancia para disuadirme de profundizar en su misterio vivo, su otra existencia siempre oculta. Vanas cuestiones rellenaron nuestra conversación lastimosa hasta que repentinamente cesó su voz y se desvaneció su forzada sonrisa; su vista se fijó en el techo al tiempo que caía en una suerte de trance ausente, el mismo que con frecuencia la enajenaba en clase. Se fugaba una vez más...

"¿Qué haces?". Me observó como constatando algo, sin emitir un sonido. "¿Me oyes? ¡¡Te estoy hablando!!". Me puse en pie. "¡Pero qué...!" Ya iba a zarandearla preso de una desesperación inédita en mí, cuando regresó. "Qué quieres". Ávida pausa. "Josina...". "Qué".

. . . . . . . . . .

Arrebatado y confuso, me dejé arrastrar por su potente brazo fuera del caserón. A trompicones nos fuimos adentrando en los encinares por una vereda inquieta envuelta en sombras.

Puedo reelaborar ahora minuciosamente, como entonces mientras corría tras ella, el murmullo de su cuerpo embravecido junto al mío; sí, Josefina era la que había besado mi boca... Ella era la que había depositado sus labios hirvientes sobre los míos trémulos, la que había comprimido después noblemente la cabeza contra mi cuello mientras yo recorría sus mandíbulas y me aventuraba febrilmente hacia su nuca desnuda.

Acaricié los divinos pómulos de Josefina con mi mano incrédula y con un temblor en el alma de liberadas luces; sufríamos ambos el paraíso de aquel viaje excelso. Y luego me arrastró fuera de la casa.

Josefina apretaba mi mano al caminar y señalaba de cuando en cuando al amplio valle que un minúsculo haz de retorcidas aguas recorría. Descendíamos.

"Josina". "Queeeeé". Avanzó tres zancadas más, pero la detuve firmemente. "¿Dónde me llevas?". "Lo sabes". "No". "Es más... Lo quieres".

Continuamos sin intercambiar palabra. Una carga serena de tranquilidad y confianza obstruía mi entendimiento, que terminó por rendirse a un instinto indescriptible, desconocido.

Una vez en la orilla del arroyuelo bordeamos su curso a lo largo de unos doscientos metros. El ramaje, agobiante por momentos, dificultaba el paso. De pronto, Josefina indicó alborozada unos arbustos oscuros de contorno caprichoso cuyas raíces brotaban bajo una enorme pared de piedra viva.

Ahora me hallo completamente convencido de que la disposición a primera vista azarosa y natural de aquellos elementos era premeditada y, en cierto modo, sobrehumana.

"Tu caso es conmovedor. Vamos". Saltó por encima de los arbustos y bajo la tierra desapareció: al asomarme no había más que un fluido volátil y humeante que el subsuelo engullía poco a poco.

Yo salté tras ella.

. . . . . . . . . .

Un resplandor de incierto origen, una luz verdeazulada y quieta permitía constatar las reducidas dimensiones de la gruta. Mis tejidos retornaban a su solidez y textura habitual. Era yo de nuevo. La momentánea liquidación acababa de provocarme, aun no dolorosa, una náusea vecina de la muerte. Pero había logrado introducirme allí abajo y ello me enorgullecía, aunque no había rastro alguno de Josefina.

Comencé a caminar a lo largo del único pasillo que de la gruta partía, un túnel subterráneo de sorprendente regularidad y perfecto acabado. Y aquí sigo.

Mentiría al afirmar que no he pretendido escaparme; muchas veces he probado a brincar hacia la superficie, pero no he obtenido más que unoas cuantas magulladuras de diverso tamaño.

Ha debido pasar tiempo, y mucho; el reloj reposa arriba con el abrigo, la camisa y todas las demás prendas. Y yo aquí, desnudo, imprimiendo innumerables huellas de mi pie junto a estos caracteres en la arena dócil; he dejado atrás cruces y bifurcaciones y galerías interminables. Me desconcierta de cuando en cuando una voz que canturrea y repite obstinadamente dos o tres vocables ininteligibles. Al menos he conseguido resignarme definitivamente a este avanzar incesante, a estos túneles tenuemente iluminados por un halo verde o azul cuya procedencia desconozco.

Voy a poner fin a esta historia inútil. Los dedos que alternativamente de burda pluma me han servido han de reposar, porque hay ya tras de mí demasiados metros de mensaje.

Y a ti, desconocido y paciente lector mío, siento dejarte en vilo.

Sólo me queda proponer una busca apasionante, descabellada: la del transcriptor de estas mis andanzas. Tú, lector, has logrado acceder a ellas, luego alguien las ha recogido garrapateadas en las arenas de esta galería infinita, ¡tiene que haber dado con la entrada, y luego con una salida!


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Accesari: 1103
Apreciat: hand-up

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